Bienaventurados los afligidos.
Allan Kardec
- Justicia de las aflicciones
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. –Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. - Bienaventurados los que padecen persecuciones por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. (San Mateo, cap. V, v. 5, 6 y 10).
Y El, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. - Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque hartos seréis. - Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis (San Lucas, cap. VI, v. 20 y 21).
Mas ¡ay de vosotros los ricos, porque tenéis vuestro consuelo! - ¡Ay de vosotros los que éstáis hartos, porque tendréis hambre! - ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis! (San Lucas, cap. VI, v. 24 y 25).
La compensación que Jesús promete a los afligidos de la tierra, no puede tener lugar sino en la vida futura; sin la seguridad del porvenir, esas máximas no tendrían sentido, o serían, mejor dicho, un engaño. Aun con esta certeza difícilmente se comprende la utilidad de sufrir para ser feliz. Se dice que se hace para tener más mérito; pero entonces se pregunta uno: ¿por qué los unos sufren más que los otros?, ¿por qué los unos nacen en la miseria y los otros en la opulencia, sin haber hecho nada para justificar esta posesión?, ¿por qué a los unos nada les sabe bien, mientras a los otros todo parece sonreírles? Pero lo que aún se comprende menos es el ver los bienes y los males tan desigualmente distribuidos entre el vicio y la virtud, y ver a los hombres virtuosos sufrir al lado de los malos que prosperan. La fe en el porvenir puede consolar y hacer que se tenga paciencia; pero no explica esas anomalías que parecen desmentir la justicia de Dios.
Sin embargo, desde que se admite a Dios no se le puede concebir sin que sea infinito en perfecciones; debe ser todo poder, todo justicia, todo bondad, sin lo cual no seria Dios. Si Dios es soberanamente bueno y justo, no puede obrar por capricho ni con parcialidad. "Las vicisitudes de la vida tienen, pues, una causa, y puesto que Dios es justo, esta causa debe ser justa". Todos deben penetrarse de esto. Dios ha puesto a los hombres en el camino que conduce a esta causa por medio de la enseñanza de Jesús, y juzgándoles hoy en buena disposición para comprenderla, se la revela completa por medio del Espiritismo, es decir, por la "voz de los espíritus".
- Causas actuales de las aflicciones
Las vicisitudes de la vida son de dos clases, o si se quiere, tienen dos orígenes muy diferentes que conviene distinguir: las unas tienen la causa en la vida presente, y las otras fuera de esta vida.
Remontándonos al origen de los males terrestres, se reconocerá que muchos son consecuencia natural del carácter y de la conducta de aquellos que los sufren. ¡Cuántos hombres caen por su propia falta! - Cuántos son victimas de su imprevisión, de su orgullo y de su ambición! - ¡Cuántas personas arruinadas por falta de orden, de perseverancia, por no tener conducta o por no haber sabido limitar sus deseos! -¡Cuántas uniones desgraciadas, porque sólo son cálculo del interés o de la vanidad, y en las que para nada entra el corazón! - ¡Cuántas disenciones y querellas funestas se hubieran podido evitar con más moderación y menos susceptibilidad! - ¡Cuántas enfermedades y dolencias son consecuencia de la intemperancia y de los excesos de todas clases! - ¡Cuántos padres son desgraciados por sus hijos porque no combatieron las malas tendencias de éstos en su principio! Por debilidad o indiferencia han dejado desarrollar en ellos los gérmenes del orgullo, del egoísmo y de la torpe vanidad que secan el corazón, y más tarde, recogiendo lo que sembraron, se admiran y se afligen de su falta de deferencia y de su ingratitud. Pregunten fríamente a conciencia todos aquellos que tienen herido el corazón por las vicisitudes y desengaños de la vida; remóntense paso a paso al origen de los males que les afligen, y verán si casi siempre podrán decirse: "Si yo hubiese o no hubiese hecho tal cosa, no me encontraría en tal posición". ¿A quién debe, pues, culparse de todas estas aflicciones, sino a sí mismo? Así es como el hombre, en un gran número de casos, es hacedor de sus propios infortunios, pero en vez de reconocerlo, encuentra más sencillo y menos humillante para su vanidad, acusar a la suerte, a la Providencia, al mal éxito, a su mala estrella, siendo así que su mala estrella es su incuria o su ambición.
Los males de esta clase seguramente forman un contingente muy notable en las vicisitudes de la vida; pero el hombre los evitará cuando trabaje para su mejoramiento moral tanto como para su mejoramiento intelectual.
La ley humana alcanza a ciertas faltas y las castiga; el condenado puede, pues, decir que sufre la consecuencia de lo que ha hecho; pero la ley no alcanza ni puede alcanzar a todas las faltas; castiga más especialmente aquellas que causan perjuicio a la sociedad y no aquellas que dañan a los que las cometen. Sin embargo, Dios quiere el progreso de todas las criaturas; por esto no deja impune ningún desvío del camino recto; no hay una sola falta, por ligera que sea, una sola infracción a su ley, que no tenga consecuencias forzosas e inevitables, más o menos desagradables; de donde se sigue que, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes, el hombre es siempre castigado por donde ha pecado. Los sufrimientos, que son su consecuencia, le advierten de que ha obrado mal, le sirven de experiencia, le hacen sentir la diferencia del bien y del mal y la necesidad de mejorarse para evitar en lo sucesivo lo que ha sido para él origen de pesares; sin esto no hubiera tenido ningún motivo de corregirse; confiando en la impunidad, retardaría su adelanto, y por consiguiente su felicidad futura.
Pero la experiencia viene algunas veces un poco tarde, cuando la vida está gastada y turbada, cuando las fuerzas están debilitadas y cuando el mal no tiene remedio. Exclama el hombre: Si al principio de la vida hubiese sabido lo que sé ahora, ¡cuántos pasos falsos hubiera evitado! ¡"Si tuviera que empezar ahora", me conduciría de muy distinto modo, pero ya no es tiempo! Así como el operario perezoso dice: He perdido mi jornal, él también dice: He perdido mi vida; pero así como para el jornalero el sol sale al día siguiente y empieza un nuevo día que le permite reparar el tiempo perdido, también para él, después de la noche de la tumba, resplandecerá el sol de una nueva vida en la que podrá valerle la experiencia del pasado y sus buenas resoluciones para el porvenir.
- Causas anteriores de las aflicciones
Pero si bien hay males cuya primera causa es el hombre en esta vida, hay otros a los que es extraño enteramente, al menos en apariencia, y que parecen herirle como por una fatalidad. Tal es, por ejemplo, la pérdida de los seres queridos y de los que son el sostén de la familia; tales son también los accidentes que ninguna previsión puede evitar, los reveses de la fortuna que burlan todas las medidas de la prudencia, las plagas naturales, las dolencias de nacimiento, particularmente aquellas que quitan al desgraciado los medios de ganarse la vida con su trabajo, las deformidades, el idiotismo, la imbecilidad, etc. Los que nacen en semejantes condiciones, seguramente no han hecho nada en esta vida para merecer una suerte tan triste, sin compensación y que no podían evitar; que están en a imposibilidad de cambiarla por sí mismos y que les deja a merced de la conmiseración pública. ¿Por qué, pues, tantos seres desgraciados, mientras que a su lado, bajo un mismo techo, en la misma familia, hay otros favorecidos en todos conceptos?
¿Qué diremos, en fin, de esos niños que mueren en edad temprana y no conocieron, de la vida más que los sufrimientos? Problemas que ninguna filosofía ha podido aún resolver, anomalías que ninguna religión ha podido justificar y que serían la negación de la bondad, de la justicia y de la providencia de Dios, en la hipótesis de que el alma es creada al mismo tiempo que el cuerpo, y que su suerte está irrevocablemente fijada después de una estancia de algunos instantes en la tierra. ¿Qué han hecho esas almas que acaban de salir de las manos del Creador para sufrir tantas miserias en este mundo, y para merecer en el porvenir una recompensa o un castigo cualquiera, cuando no han podido hacer ni bien ni mal?
Sin embargo, en virtud del axioma de que "todo efecto tiene una causa", esas miserias son efectos que deben tener una causa; y desde el momento en que admitimos un Dios justo, esa causa debe ser justa, luego, precediendo siempre la causa al efecto, y puesto que aquélla no está en la vida actual, debe ser anterior a esta vida, es decir, pertenecer a una existencia precedente. Por otra parte, no pudiendo Dios castigar por el bien que se ha hecho ni por el mal que no se ha hecho, si somos castigados, es que hemos hecho mal si no lo hemos hecho en esta vida, lo habremos hecho en otra. Esta es una alternativa de la que es imposible evadirse, y en la que la lógica dice de qué parte está la justicia de Dios.
El hombre, pues, no es castigado siempre o completamente castigado, en su existencia presente; pero nunca se evade a las consecuencias de sus faltas. La prosperidad del malo sólo es momentánea, y si no expía hoy, expiará mañana, mientras que el que sufre, sufre por expiación de su pasado. La desgracia que en un principio parece inmerecida, tiene su razón de ser, y el que sufre puede decir siempre: "Perdonadme, Señor, porque he pecado".
Los sufrimientos por causas anteriores, son, a menudo, como los de las faltas actuales; consecuencia natural de la falta cometida; es decir, que por una justicia distributiva rigurosa, el hombre sufre lo que ha hecho sufrir a los otros; si ha sido duro e inhumano, podrá a su vez ser tratado con dureza y con inhumanidad; si ha sido orgulloso, podrá nacer en una condición humillante; si ha sido avaro y egoísta y ha hecho mal uso de su fortuna, podrá carecer de lo necesario; si ha sido mal hijo, los suyos le harán sufrir. Así es como se explican, por la pluralidad de existencias y por el destino de la tierra como mundo expiatorio, las anomalías que presenta la repartición de la felicidad y la desgracia entre los buenos y malos en la tierra; esta anomalía sólo existe en apariencia, porque se toma su punto de vista desde la vida presente; pero si uno se eleva con el pensamiento de modo que pueda abrazar una serie de existencias, verá que a cada uno se le ha dado la parte que merece, sin perjuicio de la que se le señala en el mundo de los espíritus, y que la justicia de Dios jamás se interrumpe.
El hombre nunca debe perder de vista que se halla en un mundo inferior, donde sólo permanece por sus imperfecciones. A cada vicisitud debe decirse que si perteneciera a un mundo más adelantado, no le sucedería esto, y que de él depende el no volver aquí trabajando para su mejoramiento.
Las tribulaciones de la vida pueden ser impuestas a espíritus endurecidos o demasiado ignorantes para hacer una elección con conocimiento de causa; pero son elegidas libremente y aceptadas por los espíritus arrepentidos que quieren reparar el mal que han hecho y acostumbrarse a obrar mejor. Lo mismo sucede con el que, habiendo cumplido mal su tarea, pide que se le deje empezar de nuevo para no perder el beneficio de su trabajo. Estas tribulaciones son, pues, a la vez, expiaciones por el pasado que castigan y prueban para el porvenir que preparan. Demos gracias a Dios porque en su bondad concede al hombre la facultad de la reparación y no le condena irrevocablemente por una primera falta.
Tampoco debe creerse que todo sufrimiento en la tierra sea necesariamente indicio de una falta determinada; a menudo son simples pruebas elegidas por el espíritu para acabar su purificación y activar su adelantamiento. Así es que la expiación sirve siempre de pruebas, pero la prueba no es siempre una expiación; pruebas o expiaciones son siempre señales de una inferioridad relativa, porque el que es perfecto no tiene necesidad de ser probado. Un espíritu puede, pues, haber adquirido cierto grado de elevación, pero queriendo aún adelantar más, solicita una misión, una tarea que cumplir, por lo que será tanto más recompensado si sale victorioso, cuanto más penosa haya sido la lucha.
Tales son, especialmente, esas personas de instintos naturalmente buenos, de alma elevada, de nobles sentimientos innatos, que parece que nada trajeron de malo de su existencia precedente, y que sufren con una resignación muy cristiana los más grandes dolores, pidiendo a Dios sobrellevarlos sin murmurar. Por el contrario, se pueden considerar como expiaciones las aflicciones que excitan la murmuración y conducen al hombre a rebelarse contra Dios.
El sufrimiento que no excita murmuraciones, sin duda puede ser una expiación; pero más bien indica que ha sido escogido voluntariamente y no impuesto, y la prueba de una fuerte resolución es señal de progreso.
Los espíritus no pueden aspirar a la perfecta felicidad, sino cuando son puros; toda mancha les cierra la entrada de los mundos dichosos. Lo mismo sucede a los pasajeros de una embarcación infestada por la peste, a los que les está prohibido entrar en la ciudad hasta que se hayan purificado. Los espíritus se despojan poco a poco de sus imperfecciones en sus diversas existencias corporales. Las pruebas de la vida perfeccionan cuando se sobrellevan bien; como expiaciones, borran las faltas y purifican; es el remedio que limpia la llaga y cura al enfermo; cuanto más grave es el mal, más enérgico debe ser el remedio. El que sufre mucho debe decir que tenía mucho que expiar, y alegrarse de curar bien pronto; depende de él hacer este sufrimiento provechoso con su resignación y no perder el fruto con sus murmuraciones, pues no haciéndolo así, tendría que empezar de nuevo.
- Olvido del pasado
En vano se objeta el olvido como un obstáculo para que se pueda aprovechar de la experiencia de las existencias anteriores. Si Dios ha juzgado conveniente echar un velo sobre el pasado, es porque debe ser útil.
En efecto, este recuerdo tiene inconvenientes muy graves; podría en ciertos casos humillarnos excesivamente, o bien exaltar también nuestro orgullo, y por lo mismo, poner trabas a nuestro libre albedrío; en todos los casos, hubiera ocasionado una perturbación inevitable en las relaciones sociales.
El espíritu renace a mentido en el mismo centro en donde vivió, y se encuentra en relaciones con las mismas personas, a fin de reparar el mal que les ha hecho. Si reconociese en ellas a las que ha odiado, su encono despertaría quizá, y en todos casos, se vería humillado ante los que hubiera ofendido.
Dios nos ha dado para mejorarnos precisamente lo que nos es necesario y puede bastarnos: la voz de la conciencia y nuestras tendencias instintivas y nos quita lo que pudiera dañarnos.
El hombre al nacer trae consigo lo que ha adquirido; nace según ha querido él mismo; cada existencia es para él un nuevo punto de partida; poco le importa saber lo que era; es castigado por el mal que ha hecho; sus actuales tendencias malas son indicio de lo que debe corregir, y sobre esto debe concentrar toda su atención, porque de lo que se ha corregido completamente, no queda ya rastro. Las buenas resoluciones que ha tomado son la voz de la conciencia que le advierte de lo que es bueno o malo, y le da fuerza para resistir a las malas tentaciones. Por lo demás, ese olvido sólo tiene lugar durante la vida corporal. Cuando entra en la vida espiritual, el espíritu recobra el recuerdo del pasado; así, pues, sólo es una interrupción momentánea, como sucede en la vida terrestre durante el sueño, lo que no impide que al día siguiente se acuerde de lo que hizo la vigilia y los días precedentes.
No es sólo después de la muerte cuando el espíritu recobra el recuerdo de su pasado; se puede decir que no lo pierde nunca;. porque la experiencia prueba que en la encarnación, durante el sueño del cuerpo, cuando goza de cierta libertad el espíritu tiene conciencia de sus actos anteriores; sabe por qué sufre y que sufre justamente; el recuerdo sólo se borra durante la vida exterior de relaciones. Pero a falta de un recuerdo preciso que podría serle muy penoso y perjudicarle en sus relaciones sociales, saca nuevas fuerzas en estos instantes de emancipación del alma, si supo aprovecharlos.
- Motivos de resignación
Con estas palabras: "Bienaventurados los afligidos, porque ellos serán consolados", Jesús indica al mismo tiempo la compensación que espera a los que sufren, y la resignación que hace bendecir el sufrimiento como preludio de la curación.
Estas palabras también pueden traducirse de este modo: Vosotros debéis consideraros felices sufriendo, porque vuestros dolores son deudas de vuestras faltas pasadas, y esos dolores sufridos con paciencia en la tierra os ahorran siglos de sufrimientos en la vida futura. Debéis, pues, teneros por felices, viendo que Dios reduce vuestra deuda, permitiéndoos que la paguéis ahora, lo que os asegurará la tranquilidad para el porvenir.
El hombre que sufre se parece a un deudor que debe una fuerte cantidad y a quien su acreedor dice: "Si hoy mismo me pagáis la centésima parte, os perdono el resto; quedaréis libre; si no la hacéis, os perseguiré hasta que hayáis pagado el último céntimo". ¿No sería feliz el deudor, aun cuando sufriese toda clase de privaciones para librarse, pagando solamente la centésima parte de lo que debe? En vez de quejarse de su acreedor, ¿no le daría las gracias?
Tal es el sentido de estas palabras: "Bienaventurados los afligidos, porque ellos serán consolados"; son felices porque pagan la deuda, y después de pagar, quedaron libres. Pero si pagando por un lado, se contraen nuevas deudas por el otro, nunca se llegará al saldo. Cada nueva falta aumenta la deuda, porque no hay una sola, cualquiera que sea, que no lleve consigo su castigo forzoso, inevitable; si no es hoy, será mañana, y si no en esta vida, será en otra. Entre estas faltas debería ponerse en primer lugar el defecto de sumisión a la voluntad de Dios; pues si en las aflicciones se murmura si no se aceptan con resignación y como cosa que ha debido merecerse, si se acusa a Dios de injusto, se contrae una deuda nueva que hace perder el beneficio que podría esperarse del sufrimiento; por esto será preciso empezar de nuevo, absolutamente como si a un acreedor que os atormenta, le dais cantidades a cuenta, y cada vez le pedís prestado de nuevo.
A su entrada en el mundo de los espíritus, el hombre es semejante también al obrero que se presenta el día de la paga. A los unos les dice el amo: "Aquí tenéis el precio de vuestros jornales"; a los otros, a los felices de la tierra, a los que hayan vivido en la ociosidad, a los que hayan cifrado su felicidad en la satisfacción del amor propio y los goces mundanos, dirá:
"Nada hay para vosotros, porque habéis recibido vuestro salario en la tierra. Idos y empezad de nuevo vuestra tarea".
El hombre puede aliviar o aumentar las amarguras de sus pruebas según el modo como considere la vida terrestre. Sufre tanto más cuanto más larga ve la duración del sufrimiento; así, pues, el que se coloca en el punto de vista de la vida espiritual, abraza de una sola ojeada la vida corporal; la ve como un punto en el infinito, comprende su corta duración, y dice que ese momento penoso pasa muy pronto; la certeza de un porvenir próximo más feliz le sostiene y le anima, y en lugar de quejarse, da gracias al cielo por los dolores que le hacen adelantar. Para el que sólo ve la vida corporal, por el contrario, ésta le parece interminable, y el dolor pesa sobre él con toda su fuerza. Es resultado de ese modo de considerar la vida el disminuir la importancia de las cosas de este mundo, conducir al hombre a moderar sus deseos y a contentarse con su posición sin envidiar la de los otros; atenuando la impresión moral de los reveses y de los desengaños que experimenta, adquiere una calma y una resignación tan útiles a la salud del cuerpo como a la del alma; mientras que con la envidia, los celos y la ambición, él mismo se pone voluntariamente en el tormento y aumenta de este modo las miserias y las angustias de su corta existencia.
- El suicidio y la locura
La calma y la resignación resultantes de la manera de considerar la vida terrestre y de la fe del porvenir, dan al espíritu una serenidad que es el mejor preservativo contra "la locura y el suicidio".
En efecto, es cierto que la mayor parte de los casos de locura son debidos a la conmoción producida por las vicisitudes que el hombre no tiene fuerza para soportar; si, pues, por la manera como el Espiritismo le hace ver las cosas de este mundo, toma con indiferencia, y aun con alegría, los reveses y los desengaños que le hubieran desesperado en otras circunstancias, es evidente que esa fuerza que le coloca por encima de los acontecimientos, preserva su razón de las sacudidas, que sin esto le hubieran quebrantado.
Lo mismo sucede con el suicidio; si se exceptúan aquellos que tienen lugar por la embriaguez y por la locura y que pueden llamarse inconvenientes, es cierto que, cualesquiera que sean los motivos particulares, siempre hay por causa el descontento; así, pues, aquél que está cierto de que sólo es desgraciado un día y estará mejor los días siguientes, y los toma con gusto y paciencia; no se desespera sino cuando no ve término a sus sufrimientos. ¿Qué es, pues, la vida humana con respecto a la eternidad, sino mucho menos que un día? Pero para el que no cree en la eternidad, que cree que todo acaba en él con la vida, si se abandona a la melancolía por el infortunio, no ve otro término que la muerte; no esperando nada, encuentra muy natural y aun muy lógico el abreviar sus miserias con el suicidio.
La incredulidad, la simple duda acerca del porvenir, las ideas materialistas, en una palabra, son los más grandes excitantes para el suicidio: engendran la "cobardía moral". Y cuando se ven hombres de ciencia apoyarse en la autoridad de su saber para esforzarse en probar a sus oyentes o a sus lectores que nada tienen que esperar después de la muerte, ¿no equivale a conducirles a esta consecuencia, es a saber: que si son desgraciados, nada pueden hacer mejor que matarse? ¿Qué podrían decirles que les desviara de esa idea? ¿Qué compensación pueden ofrecerles? ¿Qué esperanza pueden darles? Nada absolutamente, sino la nada. De donde se sigue, que si la nada es el solo remedio heroico, la sola perspectiva, más vale caer en ella en seguida que más tarde y sufrir de este modo menos tiempo. La propagación de las ideas materialistas es, pues, el veneno que inocula en un gran numero el pensamiento del suicidio, y aquellos que se proclaman sus apóstoles, asumen una grande responsabilidad. No siendo permitida la duda con el Espiritismo, el aspecto de la vida cambia, el creyente sabe que la vida se prolonga indefinidamente más allá de la tumba, pero en diferentes condiciones; de aquí nace la paciencia y la resignación, que naturalmente desvían el pensamiento del suicidio; en una palabra, de aquí viene el "valor moral".
El Espiritismo produce aún, bajo este concepto, otro resultado también muy positivo y quizá más concluyente. Nos presenta a los mismos suicidas que vienen a decirnos su desgraciada posición, y a probarnos que nadie viola impunemente la ley de Dios que prohíbe al hombre el abreviar su vida. Entre los suicidas los hay cuyos sufrimientos, aunque temporales y no eternos, no son menos terribles, y de tal naturaleza, que hacen reflexionar a cualquiera que intentara irse de la tierra antes que Dios lo disponga. El Espiritismo neutraliza, pues, el pensamiento del suicida, por muchos motivos; por la "certeza" de una vida futura en la que "sabe" que será tanto más feliz cuanto más desgraciado y más resignado haya sido en la tierra por la "certeza" de que abreviando su vida justamente obtiene un resultado enteramente diferente del que esperaba; que ha salido de un mal, para caer en otro peor, más largo y más terrible; que se engaña si se cree que matándose irá más pronto al Cielo; que el suicidio es un obstáculo para reunirse en el otro mundo con los seres de su afecto a quienes esperaba encontrar allí; de donde se sigue la consecuencia de que el suicidio, no prometiendo otra cosa que desengaños, es contra sus propios intereses. Así es que el número de los suicidios evitados por el Espiritismo, es considerable, y se puede asegurar que cuando todos los hombres sean espiritistas no habrá suicidas conscientes. Comparando, pues, los resultados de las doctrinas materialista y espiritista bajo el solo punto de vista del suicidio, hallaremos que la lógica de la una conduce a él, mientras que la lógica de la otra lo evita; lo que es confirmado por la experiencia.
Extracto de: EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO - ALLAN KARDEC
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